El aforamiento masivo de la clase política española, de jueces y fiscales y de cargos públicos nombrados como miembros de confianza por el Ejecutivo y las administraciones autonómicas tiene muy mala prensa. Es percibido por los ciudadanos como parte de los privilegios de la clase política del país.
Un sistema que no tiene equivalentes en otros países democráticos y que tiene un efecto claro, levanta suspicacias alrededor de quienes tienen cargos públicos y aleja a la ciudadanía de la participación democrática. El aforamiento, al menos el de los políticos, les sale caro, les resta popularidad y mina la confianza del ciudadano en sus propuestas.
El aforamiento es una situación y condición jurídica por la que algunas personas con cargos de representación pública de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, no pueden ser juzgadas en el desempeño de sus funciones por tribunales ordinarios ni superiores. A diferencia de otros países, en España hay más de 10.000 personas aforadas (más de 17.000, según el ex ministro Gallardón), de las que una cuarta parte, 2.500, se consideran cargos públicos, y el resto, 7.500, son jueces y fiscales en activo.
Aforados que sólo pueden ser juzgados por los Tribunales Superiores de Justicia en las Comunidades Autónomas y por el Tribunal Supremo. España en este sentido es una figura única entre los países democráticos del mundo, en los que no existe la figura del aforado. Una figura que, en cualquier caso, no hay que confundir con la de los representantes del legislativo que disfrutan de inmunidad parlamentaria, que sí existe en todas las democracias del mundo aunque con las notables excepciones de Gran Bretaña y del sistema parlamentario de Estados Unidos.
En Francia, por ejemplo, sólo pueden ser considerados aforados el presidente de la República y los miembros del gobierno en activo. En Alemania y en Italia, en cambio, sólo es aforado el presidente de la República.
La originalidad del régimen de aforamiento español va más lejos, cuando los parlamentarios, miembros del Congreso de los Diputados y del Senado, sólo pueden ser juzgados si el resto de miembros de la cámara acuerdan levantar la inmunidad en caso de delito tras presentarse un suplicatorio. En cualquier caso, ese delito sólo se puede juzgar en las Altas Instancias Judiciales, en el Tribunal Supremo. En el resto de países democráticos, a los parlamentarios acusados de delitos los juzga los tribunales ordinarios.
Aforamiento en progreso
La Constitución Española de 1978 restringió el régimen de aforamiento al presidente del Gobierno, a sus ministros y a los diputados y senadores en activo. Sin embargo, una ley orgánica posterior, que desarrolló el Poder Judicial, concedió el mismo status a jueces y fiscales, pero también a los magistrados del Constitucional, del Tribunal de Cuentas, a cada uno de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, a los representantes también en activo del Consejo de Estado, al Defensor del Pueblo y a sus respectivos adjuntos.
Los Ejecutivos autonómicos fueron aún más lejos después, cuando se decidieron a convertir también en aforados a los parlamentarios de las Autonomías y a los representantes de los ejecutivos regionales, así como a cada uno de los defensores del pueblo autonómicos.
Figura aparte en el régimen de aforamiento en España es la del rey que queda al margen de la Justicia tal y como reza el título 56 de la Constitución Española de 1978. El rey no puede ser juzgado por ningún tribunal, ni siquiera el Supremo o el Constitucional.
La letra de la ley
El objetivo de los aforamientos en España siguen una misma línea argumental, que los jueces, fiscales, cargos públicos o parlamentarios no puedan ser demandados bajo acusaciones espurias, sin fundamento, y cuya única finalidad sea la erosión política o de las instituciones. En el caso de los jueces y de los fiscales en el ámbito de la justicia ordinaria, el aforamiento se justifica para que sus miembros no puedan sufrir presiones de sus colegas de profesión ni mientras juzgan a personalidades relevantes de la política o de las finanzas. En este sentido, el aforamiento intenta evitar que jueces y fiscales sean investigados por un compañero en el mismo nivel e instancia de la Justicia.
Las voces críticas contra este sistema de protección judicial de cargos públicos llaman la atención sobre el hecho de que este sistema de defensa corporativo se basa en la idea de que un tribunal puede ser más ecuánime que otro. La realidad que muestran los hechos asegura, en cambio, que el aforamiento garantiza que a los aforados los puedan juzgar tribunales más afines al Gobierno de turno. Algo que, se asegura, rompe la división de poderes.
Por otro lado, el volumen tan grande de personalidades y representantes aforados en España rompe con la confianza del ciudadano que cree que sólo es un sistema para proteger de la acción de la justicia a los cargos públicos. Según algunos analistas, el aforamiento rompe con los principios elementales de igualdad jurídica que están en la base de las ideas y en el pensamiento democráticos.
El principio de protección de los miembros de la Justicia contra intromisiones espurias también es percibido como disfuncional, en tanto que la misión de los altos tribunales no es la de investigar los delitos o instruirlos, sino la de unificar doctrinas y resolver recursos. Unos miembros de los altos tribunales, del Supremo y de los Superiores de Justicia cuya composición de representantes determinan los partidos políticos. Algo que supone un vicio de fondo que, cuando menos, pone en cuestión la equidad de sus resoluciones.
El último debate público en España a vueltas con el aforamiento en 2014, cuando el entonces ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón, decidió añadir en la propuesta de reforma de Ley Orgánica del Poder Judicial a la reina Sofía y a los Príncipes de Asturias. En junio de 2014, la abdicación del rey Juan Carlos I obligó al aforamiento de los dos antiguos reyes, de la reina Leticia y de su hija, la Princesa de Asturias.
En ese debate político y público se llegó a la conclusión de la dificultad que supondría reducir los aforados españoles, que el propio ministro dijo que eran casi 18.000 personas, a sólo 22 representantes clave. Para conseguir reducir el número de aforados hasta esos límites habría que cambiar la Constitución Española con mayoría suficiente, hacer lo propio con algunos de los Estatutos de Autonomía.
Más allá de las voluntades políticas, la duda que se plantea para la reforma del aforamiento es simple. ¿Cómo hacerlo, cuándo y quién lo hará?